LA VIDA CAMBIA
Nicolás Lizama
Chetumal seduce
a mucha gente.
No es cuento. Me
consta. Mi familia –servidor incluido, por supuesto-, somos prueba de ello.
Claro, cuando llegamos hace cuarenta y tantos años, esto era algo parecido al
paraíso. Era un pueblo grande en donde la solidaridad era el mejor atributo con
el que contaban sus habitantes.
Entres otras
cosas que en aquellos tiempos se acostumbraba –lo recuerdo y pienso en lo mucho
que hemos cambiado-, era la de cuidar la casa del vecino cuando él no estaba. Y
no había necesidad de que viniera para suplicar que le echaran un “ojito” a su
casa mientras volvía del mandado. Era como un compromiso moral de cada quién
cuidar el patrimonio de nuestras amistades.
En aquellos días
no se acostumbraba convertir en búnker el sitio en el que habitábamos. Es más,
los cercos no pasaban del metro de altura y no llenábamos nuestros patios de
perros tan feroces como ahora.
Un robo a casa
habitación era una noticia que recorría y espantaba todo el pueblo…, perdón, a
toda la ciudad. Era un suceso que alarmaba a todo el que escuchaba la noticia
–que iba de boca a boca, por cierto-, y la exclamación más común era: “¡Jesús,
a qué grado hemos llegado!”.
Cuando mucho
existía media docena de policías que se aburrían de lo lindo rascándose el
ombligo, ya que no había delito que perseguir,
puesto que en aquel lugar –ya dijimos que era casi el paraíso-, todos se
portaban a la altura de las circunstancias.
Quizá por eso
aquellos que habitaban la ciudad en ese entonces llegaron a convertirse en
respetables viejos que rebasaron incluso los cien años y que murieron casi de
pie, repitiendo con extraordinaria lucidez el nombre de sus hijos, nueras,
nietos, tataranietos y bisnietos.
Eran otros
tiempos, claro. Eran otras las formas de pensamiento. Se actuaba de manera
diferente. El respeto al prójimo era la conducta a seguir. Era una
recomendación que venía de padres a hijos. “¡Cuidadito con faltarle el respeto
a fulanito de tal!”, era la recomendación que se le hacía a los chamacos antes
de que pusieran un pie en la calle.
De pronto no sé
qué pasó. Comenzaron a surgir los malandrines y el ambiente enrareció. La noche
dejó de ser un privilegio para los enamorados y se convirtió en cómplice de los
delincuentes.
Y así nos fuimos
pervirtiendo de poco en poco. Los hijos dejaron de enterrar a su padres y
fueron los padres –¡snif!-, los que sepultaban a sus hijos con una frecuencia
inusitada.
Pese a todo algo
nos queda de buena gente. No estamos tan a la deriva como en otros lugares en
donde, de plano, más vale encomendarse al todo poderoso apenas amanece.
Hay gente que
todavía viene a radicar a Chetumal con la firme idea de que aún es una ciudad
segura. Cristianos que viene huyendo de la violencia en su sitio de origen y
encuentra aquí un remanso de paz en donde todavía es posible una sana
convivencia.
Han cambiado
muchas cosas. Hoy, por ejemplo, a
diferencia de antes, ya no cuidamos la casa del vecino, ni aun cuando este
venga y se hinque con tal de que aceptemos la encomienda. Si es que al final
cedemos, si doblamos la mano –todavía queda una pizquita de solidaridad-, le
decimos: “¡Nada más que no me responsabilizo si algo se te pierde!”.
Nuevos
habitantes siguen llegando. Chetumal sigue seduciendo a mucha gente. Aún cuando
padezcamos de serios inconvenientes, como el que me comentó un taiwanés que
recién conocí: “El problema de los chetumaleños es que dependen del gobierno estatal
para subsistir en todos sus aspectos. Si el gobierno está jodido, todos los
demás están jodidos”.
Ni modo. La vida
es así. Una con otra. No existe la felicidad completa.
Colis2005@yahoo.com.mx
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