Una respuesta
Nicolás Lizama
El dilema es permanente y para acabar no tiene cuándo.
¿Son mejores los maestros de antaño que los de ahora?, es la pregunta que he
escuchado muchas veces en el tiempo que llevo de vida en el planeta Tierra.
Cuando alguien tiene la ocurrencia de cuestionarme al
respecto, sufro para contestarle. Y todo porque actualmente conozco a muchos
maestros que dan la vida por la profesión a la que dedicaron tantos años de
estudio. La carrera a la cual se han dedicado en cuerpo y alma. Por lo tanto
creo que es un tanto injusto catalogar a los de antes mejor que los de ahora o
viceversa.
No me meto en camisa de once varas. Cuando el
cuestionamiento no me admite la graciosa escapada por la tangente, procedo a
abrir el baúl de los recuerdos.
Y es que, yo, de veras, en mi infancia, sobre todo,
tuve unos maestros extraordinarios que hicieron todo lo que estuvo de su parte
para que el que les escribe no terminara convertido en una bala perdida, tal y
como vaticinaban muchos.
Varios de los maestros que la vida puso en mi camino
se convirtieron en segundos padres para este tundemáquinas. A tal grado que mi
señora madre, siempre lista para asestar el coscorrón cuando de pronto alguno
de sus hijos se le salía del corral, les recomendaba con toda la autoridad que
de ella siempre emanaba: “si se porta mal, dele su nalgada, no me voy a
molestar, al contrario, se lo voy a agradecer”.
Cuando un servidor escuchaba aquello, me ponía a
temblar porque sabía que la cosa iba en serio, que doña Lola estaba autorizando,
mínimo, que la maestra Juanita me jalara de las patillas cada vez que metiera
la pata (y vaya que la metía muy frecuentemente).
En aquellos días no había ningún organismo que
interfiriera con los terapéuticos pescozones o borradorsazos por parte de
nuestros profesores. Aún no se había inventado nada parecido a la a veces obstaculizante Comisión de los
Derechos Humanos. Por lo tanto, cuando las mamás le ordenaban a los maestros
que metieran orden a como pudieran, había que ponerse a temblar porque los
profes no se andaban con cuentos y las indicaciones eran ejecutadas de
inmediato.
A la distancia, pienso que fue una bendición que en
suerte me tocaran maestros que no solo dejaban tarea para la casa, sino que se
preocupaban por el entorno familiar en el que uno se movía. Recuerdo que cuando
detectaban cuál era la razón por la que uno, por más que lo intentaba, jamás
conseguía que el cerebro trabajara como es debido, enseguida citaban al tutor y
lo ponían sobre aviso.
Gracias a esta práctica tan extraordinaria, muchos de
nosotros logramos sobrevivir a las terribles matemáticas, a la química y a la
física, clases que provocaban que a varios se nos alterara el nervio a tal
grado que a ves no había más remedio que darse de topes contra la pared.
Guardo un recuerdo perenne de aquellos maestros que me
dieron mis sopapos y que siempre que hubo necesidad citaron a mis padres para
decirles por dónde andaba cojeando y qué era lo más indicado para remediar mi
triste situación. Si no hubiese sido por ellos, yo, de plano, anduviera
transitando por otros berenjenales diferentes –y peores-, por donde camino en
estos días.
¿Existen en la actualidad maestros de aquella estirpe?
Creo que sí. Hay maestros que ennoblecen la profesión,
así como otros que la denigran. Como en todas las actividades, hay sus buenos y
hay sus malos. Hay quienes tienen devoción por su trabajo, hay otros en cambio
que están allí porque, ni modo, no había otra forma de continuar con sus
estudios.
Yo, por mi parte, estoy eternamente agradecido con los
mentores que la vida tuvo a bien ponerme en el camino.
Colis2005@yahoo.com.mx
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