sábado, 4 de mayo de 2013

Colinas en Contrapunto


LA VIDA CAMBIA


Nicolás Lizama

Chetumal seduce a mucha gente.
No es cuento. Me consta. Mi familia –servidor incluido, por supuesto-, somos prueba de ello. Claro, cuando llegamos hace cuarenta y tantos años, esto era algo parecido al paraíso. Era un pueblo grande en donde la solidaridad era el mejor atributo con el que contaban sus habitantes.
Entres otras cosas que en aquellos tiempos se acostumbraba –lo recuerdo y pienso en lo mucho que hemos cambiado-, era la de cuidar la casa del vecino cuando él no estaba. Y no había necesidad de que viniera para suplicar que le echaran un “ojito” a su casa mientras volvía del mandado. Era como un compromiso moral de cada quién cuidar el patrimonio de nuestras amistades.
En aquellos días no se acostumbraba convertir en búnker el sitio en el que habitábamos. Es más, los cercos no pasaban del metro de altura y no llenábamos nuestros patios de perros tan feroces como ahora.
Un robo a casa habitación era una noticia que recorría y espantaba todo el pueblo…, perdón, a toda la ciudad. Era un suceso que alarmaba a todo el que escuchaba la noticia –que iba de boca a boca, por cierto-, y la exclamación más común era: “¡Jesús, a qué grado hemos llegado!”.
Cuando mucho existía media docena de policías que se aburrían de lo lindo rascándose el ombligo, ya que no había delito que perseguir,  puesto que en aquel lugar –ya dijimos que era casi el paraíso-, todos se portaban a la altura de las circunstancias.
Quizá por eso aquellos que habitaban la ciudad en ese entonces llegaron a convertirse en respetables viejos que rebasaron incluso los cien años y que murieron casi de pie, repitiendo con extraordinaria lucidez el nombre de sus hijos, nueras, nietos, tataranietos y bisnietos.
Eran otros tiempos, claro. Eran otras las formas de pensamiento. Se actuaba de manera diferente. El respeto al prójimo era la conducta a seguir. Era una recomendación que venía de padres a hijos. “¡Cuidadito con faltarle el respeto a fulanito de tal!”, era la recomendación que se le hacía a los chamacos antes de que pusieran un pie en la calle.
De pronto no sé qué pasó. Comenzaron a surgir los malandrines y el ambiente enrareció. La noche dejó de ser un privilegio para los enamorados y se convirtió en cómplice de los delincuentes.
Y así nos fuimos pervirtiendo de poco en poco. Los hijos dejaron de enterrar a su padres y fueron los padres –¡snif!-, los que sepultaban a sus hijos con una frecuencia inusitada.
Pese a todo algo nos queda de buena gente. No estamos tan a la deriva como en otros lugares en donde, de plano, más vale encomendarse al todo poderoso apenas amanece.
Hay gente que todavía viene a radicar a Chetumal con la firme idea de que aún es una ciudad segura. Cristianos que viene huyendo de la violencia en su sitio de origen y encuentra aquí un remanso de paz en donde todavía es posible una sana convivencia.
Han cambiado muchas cosas. Hoy, por ejemplo,  a diferencia de antes, ya no cuidamos la casa del vecino, ni aun cuando este venga y se hinque con tal de que aceptemos la encomienda. Si es que al final cedemos, si doblamos la mano –todavía queda una pizquita de solidaridad-, le decimos: “¡Nada más que no me responsabilizo si algo se te pierde!”.
Nuevos habitantes siguen llegando. Chetumal sigue seduciendo a mucha gente. Aún cuando padezcamos de serios inconvenientes, como el que me comentó un taiwanés que recién conocí: “El problema de los chetumaleños es que dependen del gobierno estatal para subsistir en todos sus aspectos. Si el gobierno está jodido, todos los demás están jodidos”.
Ni modo. La vida es así. Una con otra. No existe la felicidad completa.
Colis2005@yahoo.com.mx

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